Yo penetro en el odio sin un solo temblor,
como un vigía alerta a sus desmanes
que ve retroceder ante sus ojos
-entre el follaje absurdo del descrédito-
a quienes se disputan, como perros famélicos,
la pitanza en la prosa que entierre al enemigo.
Qué vacío infinito deja el odio a su paso,
cómo intenta arrasar parterres de esperanza en el jardín utópico
de la desolación del alma ajena,
cómo transmuta el rostro del poeta
y lo convierte en dueño de estériles vocablos
que no serán semilla de futuro,
porque nacen podridos,
esclavos de sus claves de iracundia.
Percibir la soberbia disfrazada de humilde sobresalto
con la equívoca risa de una hiena encelada
que acepta los sobornos en carne de papel
de otras bocas corruptas,
no me libra del asco que se adhiere a mis ojos:
dos fugitivas bestias
que no han de recobrar su inocencia en el tiempo.
Si fuera yo
esa mujer que acechas torvamente
con el odio latiendo en las palabras,
serías hombre muerto.
Puedes jurarlo.
Comentarios
Publicar un comentario