A veces, creo que he gastado todas las palabras. Sólo al releerme, que pocas veces lo hago, encuentro algo digno de permanecer en la memoria, en la mía, obvio.
Odio el preciosismo, me parece de una inutilidad espantosa y huyo del lirismo pedante y hueco, como de la peste, tanta es la sangre que me ha costado imponerme a lo que veía a mi alrededor cuando empecé, no hace tanto.
Tanta lucha, tanta voz presuntamente autorizada en contra y yo con mi enorme empecinamiento inocente, porque nunca me importó la imagen que pudiera dar como persona, ni siquiera como poeta y no me atuve ni me atengo a lo que se considera poético en el lenguaje.
Para mí sería muy fácil imitar a cualquier consagrado aplaudido, porque lo realmente difícil es no traicionarse, avanzar, profundizar en una misma, hasta que no quede nada que decir porque hayas llegado al límite de lo que de original conceptualmente, puedas crear en cualquier estructura.
Sigo pensando que no es una trama concreta ni las alteraciones de las habituales tramas del lenguaje lo que crea territorios vanguardistas o derriba muros, es lo que ese lenguaje consigue transmitir de diferente, en cualquier forma en que se utilice.
No quedan vírgenes puras
listas para el sacrificio,
que algún poeta novicio
libere de sus clausuras.
Somos las caricaturas
de nuestros propios perfiles,
y las palabras: prensiles
garras en nuestras gargantas,
tan impías y tan santas,
tan frías y tan febriles
que se nos vuelven hostiles
y el verbo es el enemigo
que se instala en el ombligo
ególatra del poeta
corazón del falso esteta
cúlmen de voces gastadas.
Nacen apesadumbradas
pálidas y cenicientas,
vacías, sin osamentas
que sostengan las miradas.
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