El fatum o el factum, qué más da.
Ambos se alían para romper el vicio de mirarnos.
Pienso en untarle cocaína por dentro de la boca, mientras él se quita las manos sucias y las tira en el lavabo para no acariciarme.
Aún así, no puede evitar hacerlo con los muñones. La aspereza es la misma.
Me hormiguean los labios mientras sangran de gusto.
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Me acusan de abierta indiferencia, pero estoy llena de puertas cerradas a las que nadie llamará.
Soy una especie de regalo envenenado que se mira de lejos con un cierto deseo, pero no se desenvuelve jamás por miedo a que te estalle ante los ojos.
Ante los míos, se curan en salud.
Ni yo me quito el lazo de seda luctuosa, por si detona el asco.
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No admite que el peligro es una droga y siempre da otras razones para justificar su búsqueda.
Voy a tirar de él hasta vaciarle todos los cargadores en la adicción del alma.
Ya veremos con qué dispara la próxima sobredosis.
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No soy yo quien le maquilla la cara a la muerte y le pinta de seducción los ojos, ni quien perfila los labios de la desolación para que luzca una sonrisa lenitiva.
Tampoco soy la inyectora del bótox que tensa el músculo flácido del corazón.
Siempre fue cosa de otra la estética de la alegría.
Yo sólo me detuve, entre la guerra de las galaxias y los puentes de Madison, a escuchar la tormenta.
Ni siquiera me importa que me quiten la lluvia.
Por no tener, no tengo ni sed.
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