Cuando eres un adicto a jugar con fuego, lo normal es quemarse.
Ambos sabemos que la felicidad es una patata caliente que va de tu mano a la mía y que siempre terminamos soltando encima de cualquier tristeza, y que la tristeza, por habitual, es mucho más llevadera.
De nuevo tú horadando el silencio, con esa solfatara volcánica que huele a azufre y destruye cualquier posible aroma melancólico.
Otra vez, como un aparecido que busca el punto de apoyo en sus propias ruinas, para emerger ardiendo.
Y yo, con las manos más bonitas que nunca, sin una sola quemadura después de tantos días sin tu fuego, muriéndome de ganas de tocarte.
A mí siempre me gustaron tus manos, con dedos y sin dedos, la distancia entre tus hombros, la longitud del húmero en tu brazo, tus pies en hawaianas, y el destrozo perenne de tu insolente nariz.
Va a ser verdad que lo nuestro, al final, es una pura cuestión de huesos extrañamente medular.
De pronto, Enero se hizo Abril y no me hace falta el abrigo.
Si recupero el habla, milagro de Janucâ, si me incorporo a la fila de los locuaces, no va a ser con la épica lírica, sino a puro ras de piel, y tú, de nuevo tú, eternamente tú, tendrás la culpa.
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